El presidente Néstor Kirchner con el corte en la frente y el pañuelo cubierto de su propia sangre. Ocurrió el día de su asunción, el domingo 25 de mayo de 2003 en la explanada de la Casa Rosada (NA/Damián Dopacio)Martín Acosta estaba apesadumbrado ese domingo. Era una tarde patria y densa, de algarabía y de inquietud, el día de la asunción de un nuevo presidente: el 25 de mayo de 2003. Había llegado tres horas antes para reservar un lugar de privilegio entre el resto de los fotógrafos. En la planificación de la cobertura le habían asignado la explanada de la casa de gobierno: “la peor posición”, según su juicio. Iba a sacar la foto que solo publican las agencias internacionales: una imagen formal, afecta al protocolo y desplazada en la dinámica periodística de un tiempo histórico en el que las noticias se difunden a la mañana siguiente.Al candidato que había perseguido durante 45 días se había arrepentido de la contienda electoral. El ganador, por abandono, había sido el otro. Él debía plegarse a un operativo que podría prescindir de su servicio. De haber sido al revés, no se hubiese postrado ahí en la explanada de la Casa Rosada. Pero estaba. Había visualizado su tarea. Se había imaginado una secuencia ceremonial, una rutina casi solemne. Algo de la situación lo aburría. Vaticinó un orden lógico: el presidente desciende del auto, levanta la mano, espera que se le acerque la primera dama, sonríe, posa para los fotógrafos, sube las escaleras, gira a la izquierda, gira a la derecha, vuelve a saludar al público, ingresa al salón de los bustos. Presumía que, después de esta cadena de rituales y formalidades, su trabajo ya estaría terminado. Pero no conocía a Néstor Kirchner. Casi nadie lo conocía.28 días antes, el 27 de abril de 2003 la fórmula Kirchner-Daniel Scioli del Frente para la Victoria había obtenido el 22,24% de los votos en las elecciones presidenciales. Los 4.312.517 sufragios lo habían depositado en el segundo lugar detrás de la lista encabezada por Carlos Menem, quien había sido elegido por el 24,45% de los electores. En ese otoño de 2003, Martín tenía 43 años y una década como fotógrafo de Clarín. Era el encargado de cubrir diariamente la actividad de campaña de Carlos Menem, en su aspiración por ejercer un tercer mandato como presidente. Era una empresa que a Martín le encantaba: en las coberturas de las campañas de Eduardo Duhalde y Eduardo Angeloz había aprendido que además de sacar fotos debía gestionar permisos, entablar vínculos, propiciar encuentros. Era más una gestión periodística que una labor meramente fotográfica.El 14 de mayo se difundió un spot de televisión en el que el ex mandatario presentaba su declinación a la presidencia. “Como decía la compañera Evita, renuncio a los honores y a los títulos pero no a la lucha”, argumentó Menem. Martín estaba en La Rioja mientras la figura política que le habían asignado resignaba su aspiración presidencial. “Cuando lo anunció, salió a dar una recorrida por una escuela. Estaba destrozado. No había más nada que hacer”, relató. Ya no tenía sentido que siguiera ahí. Había estado acechándolo durante 45 días. Debía regresar a la redacción: “Cuando se bajó, volví y mi actividad se desacopló. Lo que yo hacía había perdido todo interés periodístico y tenía que volver a mi lugar de staff, con mi horario habitual”.Instantes después del accidente, el presidente se tocó la frente y comprobó en sus dedos si estaba sangrando. Luego, decidió tomar un pañuelo de su bolsillo (NA/Damián Dopacio)Regresó y quedó atrapado en una indeterminación, en un estado ambivalente, sin ningún encargo específico. Diez días después, un domingo de fecha patria, Néstor Kirchner juraba como presidente. Martín integraba una nutrida comitiva de más de veinte fotógrafos. “Me asignaron la explanada en la cobertura. El peor lugar que te pueden dar. Estaba enojado, furioso. Mal de mi parte pero estaba así”. Un compañero había sacado en el Congreso la foto que sería la tapa del diario del lunes siguiente: el traspaso de mando, la banda y el bastón de la coronación, la alegría inocultable del presidente entrante, el gesto adusto del saliente. Después de la jura, del traspaso de los atributos presidenciales y de los cincuenta minutos que duró el discurso ante la Asamblea Legislativa, Kirchner viajó en auto hacia la casa de gobierno.El vehículo circuló por Avenida de Mayo para ingresar por el acceso lateral de la avenida Rivadavia. La plaza estaba desbordada de militantes. El presidente iba con la ventana baja en los asientos traseros blandiendo la palma, agitando el puño. Cuando el auto estacionó, primero descendió Florencia, su hija, quien sostenía el bastón de mando. Cristina, su esposa, había viajado en el asiento del acompañante. Kirchner bajó después, por la misma puerta que había abierto su hija, le quitó el bastón y en vez de dirigirse hacia una ubicación elevada para saludar a la multitud, giró y se encaminó hacia las vallas de contención. Esa desobediencia quebró la estructura del protocolo y desencadenó el duelo cuerpo a cuerpo entre custodios y fotógrafos, con el fervor popular como aliciente.La narración de Martín es en presente: “Pega la vuelta por dentro del perímetro de la casa de gobierno para ir hacia el lado del Banco Nación a saludar a la gente. Empieza a saludar y se va moviendo. No entiendo bien lo que está pasando porque evidentemente no es algo normal, es algo que no tiene que suceder, así que doy un salto por encima de una valla y corro hacia él”. Interrumpe el relato para agregar que prefiere trabajar siempre cerca de los hechos, en un plano casi íntimo, en vez de buscar un punto cenital para retratar las acciones.Fotógrafos y custodios forcejean para no caerse. En la foto no se ve a Kirchner: fue el momento en que el presidente se golpea con la cámara de Martín Acosta (NA/Damián Dopacio)“Intento acercarme. Está todo lleno de gente, entre la seguridad y los medios”, ilustra antes de abrir un nuevo paréntesis: “Pasa que Kirchner era una persona prácticamente desconocida. Nadie imaginaba que sucediera eso. No era común lo que estaba haciendo. Era un fenómeno muy extraño, además de ser osado y peligroso. Desorganizó por completo a la seguridad”.Retoma la narrativa del presente histórico: “Comienza a moverse hacia la izquierda, va desde el Banco Nación hasta la Plaza de Mayo. Ahí logro una buena posición. Me pongo contra la reja y lo espero. No me desespero. Viene avanzando, tomo posición. Cuando llega, quedo con él y no me muevo de su lado. Quiero hacerle una foto saludando a la gente. Estoy tan cerca que no puedo enfocar bien. Voy avanzando hacia atrás siguiendo el movimiento cuando veo que él manotea el cerrojo de la valla como para salir del perímetro e ir a la Plaza de Mayo. La manotea y abre la puerta. Me desespero porque no quiero quedarme del otro lado. Hago un movimiento extraño y logro salir con él”.Martín conocía el paño: sabe que no debía fastidiar ni obstruir a los custodios. La situación era caótica e inesperada tanto para él como para ellos. La excitación de la gente y la audacia del presidente entorpecía la convivencia de quienes trabajan persiguiendo los movimientos del custodiado y fotografiado. Representaba, a su vez, el momento de su lucimiento profesional. El fotógrafo -apunta- había establecido un diálogo visual con los custodios. La interacción era de cordialidad. Habían suscrito un acuerdo tácito: él no interfería en su trabajo, ellos no lo expulsaban.El presidente Néstor Kirchner saludó a los invitados después de la jura de los ministros realizada en el salón Blanco con un apósito en la frente. La actividad se demoró una hora para curarle la herida (NA/Mariano Sánchez)“Voy delante de él todo el tiempo, caminando hacia atrás. Es impresionante la cantidad de gente que hay detrás mío. En un momento siento algo medio extraño en el piso, miro para abajo y veo a una persona caída. Sigo caminando hacia atrás intentando no lastimarlo. Un guardia ve mi movimiento y advierte que hay una persona en el piso”, narra Martín. Fueron segundos. Él lo supo después, cuando en la intimidad le explicaron qué era lo que en verdad había pasado. No tenía ya la vista fija en el presidente a través del lente. No sabe dónde miraba tampoco. Tal vez se concentraba en procurar no aplastar a una persona en vía de ser embestida por una ola de piernas. Las manifestaciones que había cubierto en su trayectoria profesional le habían enseñado el peligro que significaba que una persona haya quedado atrapada en el suelo, debajo de una marea enardecida. Tenía la mirada desorientada y la atención desenfocada, pero lo que sí sostenía era la cámara sobre su mentón.“Ahí es cuando escucho ‘lo golpearon al presidente’ y ‘el presidente tiene sangre’. Después de eso no recuerdo más nada. Todo lo fui reconstruyendo”, retrata Martín. Nunca sintió el golpe. Pero al escuchar los gritos de los guardias, al ver la frente herida del flamante presidente, al distinguir las manchas rojas en el pañuelo blanco con líneas azules que Kirchner rescató del bolsillo de su saco, se asumió responsable. Creyó que, después de que se suscitara esa controversia, se despegó y huyó del barullo para recluirse en la misma grada donde había montado la guardia ese mediodía. La vergüenza lo envolvía. Estaba ensimismado con la pena. Había cometido un pecado periodístico: en vez de cubrir la noticia, la había provocado.Recién pudo estabilizar su trauma casi dos décadas después. En 2019 volvió a ver sus fotos de ese domingo. La historia que había construido no era fidedigna: “Tenía la idea de que me había agachado y me había ido de la escena. Pero mirando el material me di cuenta de que no: seguí haciendo fotos aunque ya más alejado, no tan cerca de él. Recordé que había un fotógrafo de AP sentado al lado mío que me decía ‘¿quién habrá sido? Dicen que es un fotógrafo’. Yo, cara de póker”.Desde su lugar, hizo algo que nunca antes había hecho y nunca más volvió a hacer: paralizarse ante un suceso de relevancia periodística. Néstor Kirchner volvió a pasar delante de él, con el pañuelo blanco de líneas azules y manchas rojas a veces en su mano, a veces en su frente. Menos cubierto, menos rodeado, el fotógrafo tenía una foto más limpia del presidente. “Lo veo pasar y no hago foto. Quedo paralizado. Es un error: debería haber hecho foto, pero no atiné. Y eso que tenía un lente corto, uno largo, un intermedio. Pero no, estoy sentadito con cara de nada, súper conmovido”.A los dos minutos sonó su teléfono celular. Atendió. Una voz, del otro lado, le dijo sin presentarse: “Fuiste vos”. Era un compañero que no jugaba a adivinar: lo había visto. En la redacción del diario lo distinguieron escabullirse entre el gentío luego de que Kirchner empezara a sangrar. Las cargadas no hicieron más que inquietarlo. Lo serenó saber que se trató solo de un corte superficial, que con una hora de retraso el presidente estaba tomándole la jura a los ministros con un pequeño apósito color beige en la frente.Regresó a la redacción. Devolvió el equipo que conservaba rastros del ADN del presidente. Por segunda vez en pocas horas, hizo algo que nunca antes había hecho y nunca más volvió a hacer: entregar la tarjeta con las fotos sin verlas antes. Las burlas, las inocentes y las otras, no contribuyeron a su desolación. “Desaparecí -cuenta-. Estaba muerto de la vergüenza, primero por haber hecho mal mi trabajo, por convertirme en la noticia de un hecho que tenía que cubrir, y después por haber golpeado al presidente”.El diario no publicó sus fotos. Se negó a ser entrevistado por tres radios que habían investigado la autoría del suceso. Dos días después, vio por primera vez las imágenes que había obtenido. Empezó a asimilar la frustración, a naturalizar el accidente. Se embarcó en una misión que terminaría de curar su desazón. “Quiero hablar con el presidente. Le pido una entrevista al lunes siguiente”, recuerda. El lunes 2 de junio de 2003 se presentó a las nueve de la mañana en el despacho presidencial. Néstor Kirchner llevaba apenas una semana como mandatario. Aún tenía el apósito en la frente.El presidente Néstor Kirchner durante el Tedeum realizado la noche del 25 de mayo de 2003 en la Catedral Metropolitana con un detalle que recuerda el golpe con la cámara de un fotógrafo (NA/Mariano Sánchez)El relato en voz del fotógrafo vuelve al tiempo presente: “Sale cada tanto de su oficina. ‘Ya va, ya va’, me dice él. Está lleno de reuniones. Entra, sale, entra, sale, yo disfruto mucho de esa escena. Entra alguien. ‘Después vas vos’, me avisan. Cuando termina esa reunión, me dice ‘vení’. Me levanto del sillón para la entrada del despacho y justo entra Felipe González, ex presidente de España. Lo hace pasar y cuando está adentro escucho que le dice ‘esperá esperá, que tengo a este muchacho hace mucho tiempo esperándome’. Me dice ‘vení’”.El muchacho es Martín Acosta, fotógrafo de Clarín. Había solicitado una entrevista con el presidente no para disculparse del incidente sino para explicarle que no había tenido mala intención. “Entramos, charlamos un rato hasta que me dice ‘está todo bien, si yo te cabeceé la cámara, me agarraron los custodios para que no me cayera pero me tropecé. Vi que me dirigía derecho con mi ojo a tu cámara así que moví la cabeza para que me diera en la frente’”. Recién ahí entendió qué había provocado el golpe. Mientras él procuraba no hundir sus pies en la persona que se había caído, los custodios tomaron al presidente de los codos con el propósito de elevarlo por encima del obstáculo. Pero Kirchner no hizo pie, perdió estabilidad y se trastabilló. Sostenido por los costados, pero sin piso, su cuerpo se inclinó levemente hacia adelante, hacia donde estaba el lente de la cámara. Ninguno supo quién había sido la persona que al precipitarse al piso produjo el efecto dominó que terminó con un presidente sangrando.Una foto eternizó el encuentro y firmó “las paces”. Martín, que no desea que su imagen se publique en esta nota, define la conversación como divertida y rescata el espíritu campechano del ex presidente. Se volvieron a encontrar en otros actos y otras coberturas. Kirchner ya no era ajeno a su presencia: “Cada vez que me lo cruzaba, cuando me veía hacía el gesto de agarrarse la frente de dolor y se moría de risa”.Sin embargo, la reseña cómica y el trato liviano del presidente sobre el episodio no fueron suficientes para que el fotógrafo recordara el hecho con simpatía. “Nunca lo contaba. No lo negaba, pero tampoco lo promocionaba. Ahora ya lo cuento y no tengo problema”, afirma Martín, fotógrafo desde 1979, fotógrafo con nueve asunciones presidenciales en su archivo, fotógrafo con 63 años de edad, hoy docente en la escuela fotoperiodismo de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA) y director de un taller propio de fotografía documental contemporánea, quien demoró 16 años en revisar el material de ese domingo patrio y bisagra. En octubre de 2019 publicó seis de esos retratos en su cuenta de Instagram con una leyenda: “Sentí tanta vergüenza que nunca antes había vuelto a mirar estas fotografías. Todo lo que había hecho me parecía malo. Pero el tiempo sana las heridas y hace ver a las fotografías desde otra óptica. Permite superar y tolerar los errores”. Una de esas imágenes, descartada por el departamento de fotografía del medio, asume hoy un valor histórico: el rostro de Néstor Kirchner desenfocado, una mano adelantada en foco, el ojo derecho cerrado y la mirada del ojo izquierdo concentrada en el lente de la cámara, segundos antes del cabezazo.Seguir leyendo:20 años de kirchnerismo en 40 fotosAlberto Fernández recordó a Néstor Kirchner con un sugestivo video: “No queremos más el culto a la teoría del jefe”Los seis presidentes que estuvieron frente a una reelección: historias de triunfos, derrotas y renuncias